El mes pasado, con la cámara en la maleta, tuve el placer de descubrir un nuevo destino: México. Un país que me conquistó y del que me declaro admirador absoluto. En la primera parte del viaje pudimos conocer varios lugares de la península del Yucatán. La segunda parte del viaje tuvo como protagonista absoluta la descomunal y sorprendente Ciudad de México.
Nuestro viaje comenzó en la isla de Holbox. Una isla al norte de la península de Yucatán, en el estado de Quintana Roo, que es parte de la Reserva de la Biosfera Yum Balam. Un lugar mágico al que llegamos tras un gran diluvio y que descubrimos, descalzos, entre charcos y lodo. Disfrutamos de la playa, pero también de las tormentas. Allí vimos un rayo caer en la arena a tan solo 100 metros de nosotros, atravesamos manglares sin conocimiento, disfrutamos de uno de los mejores atardeceres de nuestra vida y nos sorprendimos con la bioluminiscencia en la playa al anochecer.
Días después abandonamos la isla con destino a Valladolid. De camino paramos en varios cenotes y el viaje en coche se hizo, así, más ameno. Pasamos una noche en la ciudad y nos sorprendió con las proyecciones sobre su convento de San Bernardino de Siena y el espectáculo que nos ofrecieron tras estas. La mañana siguiente nos dirigimos a Chichén Itzá, una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno de la Unesco. Un lugar que sí o sí se debe visitar.
La lluvia fue fiel compañera en este viaje y también nos siguió hasta Bacalar, al lado opuesto de la península. Allí, cuando el sol brillaba se podían apreciar hasta siete colores diferentes en el agua. Un lugar en el que conectar con la naturaleza y disfrutar de la tranquilidad.
Tras Bacalar condujimos hacia el norte e hicimos dos noches en Akumal. Nos alojamos en un hotel increíble en medio de la selva. Allí disfrutamos de nuestros últimos días de playa y, por la noche, pudimos ver en la arena tortugas nacer. Una experiencia única.